El secreto
de Wirikuta
por Hermann
Bellinghausen
El oro, como la guerra, es enfermedad e insensatez
recurrente en las civilizaciones humanas. Igualmente inexplicables, oro y guerra siempre son
instrumento y patrimonio de los dominadores, con frecuencia ladrones, asesinos
y falsarios. En muchos aspectos la humanidad ha progresado, pero en estos dos
no ha hecho sino empeorar, degenerarse e irradiar tal degeneración a las
culturas y al planeta, hasta grados de riesgo que hoy desafían la imaginación.
Escribe el poeta francés René Char: Ha comenzado la agonía de una Tierra
que era bella, ante la mirada de sus volatineras hermanas y en presencia de sus
hijos insensatos. Es aquí donde Wirikuta importa. En su espejo podemos aprender
cómo parar esa agonía, para no verla despeñarse en la destrucción irreversible
(¿una más?) de un lugar no sólo sagrado y simbólico, sino también un prodigio
único de la naturaleza; y todo por el maldito oro, que sale de las entrañas de
la Tierra para irse a guardar, vergonzante y codicioso, en bóvedas bancarias de
Londres o Zurich. Si al oro le gusta estar bajo tierra, ¿para qué sacarlo? Ah
sí, para hacer dinero, ganar. Eso, y nada más. Una muy mínima cantidad se usa
de adorno. Así de insensato.
Pocos
kilómetros al norte del Trópico de Cáncer, en el altiplano potosino se localiza
un muy particular enclave del vasto desierto chihuahuense conocido como
Desierto de Coronado. No se deje usted engañar por el nombre: no tiene nada de
desierto, es más bien una plana, frondosa y palpitante selva de baja estatura, donde
se concentra la mayor biodiversidad de cactáceas del planeta, según el
documento Wirikuta, defensa del territorio ancestral de un pueblo
originario. Mesa técnica-ambiental(2013). Es mucho más que un desierto: es
un jardín.
En pleno
siglo XXI, cuando la naturaleza reside in vitro, arrinconada o en
reservaciones, aún hay sitios donde la vida es capaz de recomenzar por sí sola
continuamente. Pueblo afortunado (aunque lo postulen para la Cruzada contra el
Hambre), el wixárrika (o huichol) lo ha caminado y reverenciado durante al
menos dos mil años, si bien su trazo civilizatorio data de hace nueve mil años
en las sierras occidentales, y de cinco mil el consumo humano de jíkuri
(conocido como peyote por lo que fue el neologismo azteca para ese fantástico
fruto que las culturas seminómadas del norte pusieron al centro de su
existencia espiritual y cultural, materializada en el maíz de todos los días:
coras, tepehuanes, mexicaneros, rarámuri, y con lealtad ininterrumpida, los
wixaritari radicados en los actuales Jalisco, Nayarit y Durango).
Sirva acaso
para tentar el corazón nacionalista de quienes lo conserven todavía el dato de
que Wirikuta es casa del águila real, la del escudo mexicano, la que habría
indicado el islote que sería Tenochtitlán. Los futuros aztecas venían de allá,
del norte, tenían un idioma primo de los wixaritari. Paradójicamente éstos
(wirras los apodan sus amigos, que los tienen en todo México y muchas
partes más; igual que el desierto: un lugar con amigos, sí), al menos en
tiempos históricos, nunca han habitado ni poseído el desierto, ni han reclamado
propiedad. Es de nadie, y de todos el derecho a caminarlo y sostener encuentros
con el cacto de la lucidez y el entendimiento.
Quienes sí
han poblado la región, también por siglos, son los herederos de pueblos
guachichiles y chichimecas, hoy amestizados y con escasa identidad indígena,
sólo campesina. Viven –en ranchitos y parajes cerca de los tanques de agua– la
vida lacónica y seca del desierto donde la milpa sale pero cuesta y las cabras
merodean antes de terminar como cabrito asado en Monterrey. Donde el agua es
escasa y se atesora más que si fuera oro. Ellos han convivido con el jardín de
Wirikuta en armonía. Y curiosamente no consumen el jíkuri que crece en sus
propios terrenos, aunque conocen la inusual riqueza farmacológica de las
gobernadoras, biznagas y raíces de esta tierra extravagante y misteriosa. Se
trata pues de un sitio natural conservado en interacción ancestral con los
seres humanos, algo que no cuadra con los criterios conservacionistas que
sustentan las políticas del Estado. Desmiente la necesidad de vaciar de
humanos, con fines de conservación, lugares como Montes Azules en la selva
Lacandona (donde yacen importantes ruinas prehispánicas y al menos una ciudad
maya: Tzendales).
El peligro brutal que amenaza y ya
muerde el jardín es la explotación minera. El gobierno ha entregado cerca de un
centenar de concesiones en la Sierra de Catorce y en su Bajío a empresas en
su mayoría extranjeras, dice el documento citado. Y aunque la extracción de oro
y plata es aún incipiente, los proyectos en curso arruinarán el agua escasa, la
flora extraordinaria, la fauna única, la irradiación mítica que determina la
espiritualidad y la historia de un pueblo respetable, admirable y vivo. Quizás
no debamos tomar a la ligera la idea de que aquí, en Wirikuta, los dioses
comenzaron el mundo.
Fuente:
La Jornada
29 de julio del 2013