Caminamos en familia por las calles de una ciudad que se ha olvidado de su santuario. Nos invita y guía un caballero que ha heredado el cargo de conservar este sitio, en lo alto de un cerro, ahí en medio del desierto. Al atardecer, el guardián nos abre la puerta de un terreno oculto tras un muro alto, blanqueado. Está un poco descuidado, todo se ve seco.
Con sencillez y honestidad la plática se va convirtiendo en un saludo a la esencia de este lugar, en un pedir permiso, en una invitación para que vuelva a latir la vida y el canto ancestral. Se oyen cantos de sapos y ranas -no es posible esto está seco desde hace muchos años- apenas queda un poco de luz pero una mujer se separa del grupo para ir a ver de dónde vienen esos cantos, solo se ven piedras, que parecen sapos, sí pero...
...llueve, ¡Llueve! caen gotas de lluvia y entonces todos nos regocijamos, cantan más fuerte los sapos, celebra la familia, el guardián llora de alegría.
Los charcos se llenan de agua clara porque los manantiales también están reviviendo y ante los ojos de la mujer que está parada con el agua a las rodillas sale del fondo pedregoso un corazón, un pequeño collar como el de una niña que quién sabe por cuánto tiempo ha estado oculto ahí entre las piedras.
Todo huele tan bien.
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