Leonardo Boff. San Francisco de Asís. Ternura y vigor. Ed. Sal Terrae. 1982
…El deseo, por su parte -como ya enseñaba Aristóteles-, es por naturaleza ilimitado (apeiron).
Todas las acciones tienden fundamentalmente a satisfacerlo, aunque no lo consiguen. Por eso la búsqueda humana se revela incansable y llena de ansias, porque el deseo permanece siempre virgen y nuevo. Francisco aparece como uno de los prodigiosos fulgores de Eros y del deseo. Debido a la fuerza del Eros y del insaciable deseo, todo en él parece nuevo; todo lo recomienza con el mismo entusiasmo de la primera vez. Lo que asume, lo realiza con una entrega total. (p. 37-38)
Sólo quien desea lo imposible acaba realizando lo que es posible a los ilimitados mortales. Francisco estaba poseído del deseo de radicalidad. Lo que concebía y se proponía, lo vivía hasta sus últimas consecuencias. No se da en él por un lado la teoría y por otro la práctica, sino que ambas coinciden de un modo impresionante. Por eso su axioma es: “Tanto sabe el hombre cuanto pone en práctica”. La vigorosa fuerza de su Eros explica la misteriosa coherencia que mostraba entre lo que decía y la constancia con que vivía la brutalidad de la pobreza con pasión y ternura. Francisco encarnó el mito y representó visiblemente el arquetipo de la perfecta imitación de Cristo hecho hombre. La fascinación que irradió sobre su generación y sobre la humanidad en general hasta nuestros días se debe a la vulcanicidad irruptiva de su Eros y de su deseo, que despiertan el Eros de todo hombre que entra en contacto con su figura. (p. 39)
...Y el deseo es, radicalmente, deseo de vida sin ninguna negación; deseo de una libertad siempre actual y de una felicidad sin límites. En otras palabras, la dinámica de la vida llama a la vida, invita a vivir siempre. No es casual que se afirme que la estructura del deseo es la omnipotencia pues no se desea tan sólo esto o aquello, sino que se desea en plenitud, se desea la totalidad. La tradición denomina Eros a esta pulsión de vida. Sin embargo, esta omnipotencia únicamente se realiza en la esfera del deseo, pero se ve continuamente negada en la esfera de nuevas ascensiones. Se da la experiencia de la muerte como limitación de vida y del sentido de realidad. Es la presencia de Thánatos, de la muerte. Vida y muerte, deseo y realidad elaboran una dialéctica dramática que constituye la urdidumbre de la vida humana.
De hecho, la vida humana es una serie ininterrumpida de realizaciones del deseo, el cual se frustra, aprende a renunciar, se obliga a aceptar y trata de ascender. Se pregunta: ¿Es posible una síntesis que no sea la mera recuperación del antecedente, sino la consecución de un estadio más elevado y perenne de la unidad humana? Dicha pregunta es también fruto del deseo. Y es entonces cuando aparece el espectro de la muerte, como la señora que todo lo devora e, indiferente a los diversos destinos humanos, todo lo homogeniza. Símbolo de madurez humana y también de madurez religiosa es integrar el trauma de la muerte en el contexto de la vida. Entonces la muerte queda destronada de su status de señora de la vida y la última instancia. Triunfa el Eros sobre el Thánatos, y el deseo gana la partida. Pero hay un precio para esta inmortalidad: la aceptación de la mortalidad de la vida. Aceptar morir, frustrar el deseo empírico y superficial que pretende vivir eternamente, es condición indispensable para que el deseo llegue a su verdad de vivir eternamente y, de este modo, triunfar de manera absoluta. Este proceso de aceptación de la muerte podemos encontrarlo maravillosamente reflejado en la vida y en la muerte de Francisco. En la experiencia humana que conocemos, raramente descubrimos semejante nivel de integración de la muerte hasta el punto de llamarla “hermana queridísima” y morir cantando, como afirma Tomás de Celano que hizo Francisco. pp. (205-206)
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