Peregrinaciones a través del
desierto revelan el mundo místico de los huicholes y el enconado debate entre
una modernidad materialista y una tradición milenaria
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Wirikuta, 6 de Febrero, 2012. Foto Benjamín |
Esta
vez, la peregrinación de los pueblos wixaritari ha traído, a través del
desierto, la lluvia, milagro anhelado por un mundo largamente sediento.Ya se
anunciaba cuando los viajeros de la ruta mística, provenientes de Waut+a (San
Sebastián Teponahuaxtlán, Jalisco) se detuvieron en el manantial de Yoliath, y
tras un rito con sonidos de caracolas, velas y breves cantos, recibieron una
noche de luna llena que pronto se cubrió de nubes negras y relámpagos
fulgurantes que estremecieron los costados del cielo anchuroso.
En ese
sitio los ojos ajenos no ven; donde hay una arboleda y un aguaje, además de una
choza rústica, está en realidad un templo. “El cuerno es como cuando llegas a
una casa y avisas que ya estás llegando”, explicó el presidente de Bienes
Comunales, Octaviano Díaz Chema.
La
señal volvió a la jornada siguiente, tras la persecución de la pezuña de venado
azul, el peyote, en las inmediaciones de Las Margaritas, frente al macizo
montañoso de El Catorce, cuando la brisa de la tarde trazó dos magníficos
arcoiris sobre la tierra amarilla y el polvo de los caminos.
Real
de Catorce amanece el seis de febrero con una pertinaz precipitación que se
convierte en aguanieve. “Han pasado 13 meses de sequía”, aseguran aliviados
diversos lugareños, optimistas por lo que además pudiera ser un signo mágico
que da una especie de confirmación a la superioridad moral de la defensa de su
mundo sagrado por los huicholes contra la minería materialista, que tasa todo
en pesos y centavos.
La
ruta de los peregrinos se sigue todos los años por una tierra áspera, de
ganadería extensiva, cristianismos simples, migrantes y clima extremo; región
acostumbrada a últimas fechas a los estrépitos de las AK-47, las persecuciones,
los retenes y los “levantones”, y a su música de banda con relatos monocordes
de hazañas de rebeldes sin más causas que el amor ilimitado a la violencia, a
las mujeres y el poder, en vidas “breves pero gloriosas” que parecen el irónico
homenaje posmoderno a los héroes homéricos.
Tierra
de auroras y ocasos luminosos, escasez de agua, inmensas llanuras y bosques de
yuca, carreteras con pavimentos fracturados, casas de adobe color ocre, vientos
gélidos, estrellas fugaces. Lejanas campanadas de iglesias, aullidos de coyote,
cactus coloridos y desafiantes, afanosos murciélagos, serpientes sigilosas,
búhos que acechan, hombres de rostros endurecidos al influjo constante de la
eternidad del desierto.
Estas
tierras hostiles llevan hacia Wirikuta, “de donde toda la vida ha nacido”.
El
trashumante huichol no sólo debe recorrer de 250 a 450 kilómetros, según el
punto de partida y la ruta a seguir —pues no bastan la voluntad y el despliegue
físico. Debe limpiar sus pecados públicamente, hacer rituales, presentar
ofrendas a las numerosas deidades del descampado, ayunar, recoger el hícuri o jícuri (peyote)
y atravesar cinco puertas “místicas pero reales”, desde la aldea de origen, en
algún punto de la Sierra Madre Occidental, en Jalisco, Nayarit o Durango, hasta
el pie de la montaña sagrada, el cerro Quemado oRa’unax+, altar mayor de
Wiricuta.
Allí
se renovarán las “velas de la vida”, la base del precario equilibrio que
sostiene al mundo.
Es una
peregrinación anual que parte de los más diversos pueblos durante algún momento
de los seis meses que conforman “el día del año wixárika”, la época de
secas —pues es preciso hallar en Wirikuta a los “dioses de la luz”.
Peregrinación preparada con minuciosidad por marakames, jicareros, cantadores y
demás autoridades religiosas y agrarias. En esta ocasión, se han alineado
decenas de aldeas, pues hay, además del diálogo místico con las deidades, una
intención política claramente definida: enfrentar los intereses de las mineras.
Es una
lucha contra la economía de la acumulación que representan los consorcios
canadienses, contra la renovada sed mundial del metal argentífero, contra esa
modalidad de proyectos de desarrollo y generación de empleos que divide hoy a
los ejidatarios mestizos propietarios de las sedientas tierras de Wirikuta,
contra el individualismo y la desmesura de hombres de ambiciones de corto plazo
y grandes efectos.
Salvador
Sánchez González, de El Cerrito, es un nonagenario cantador: “Nosotros estamos
pidiendo que no se hiciera (el proyecto de la mina), pero como el dinero es muy
bonito a lo mejor sí se va hacer; pero nosotros no sabemos, a lo mejor los
compañeros de estas rancherías ya están de acuerdo, no sabemos, pero qué
podemos hacer… nada”.
También
le preocupa una amenaza interna de las comunidades, la disolución de
costumbres: “Antes durábamos hasta tres meses en ir y venir, no había
carreteras, no había camiones, no había comodidades, era duro (…) hoy vengo en
un carro, y no está bien, pero además, los jóvenes no vienen, está la escuela,
está el trabajo, las fiestas deben durar menos, puede que todo se nos acabe…”.
Es
así, una batalla contra el tiempo, contra las tentaciones de lo mundano y los
triunfantes afanes del siglo (de allí el término “secularismo”), contra los que
alertaban los franciscanos que hace menos de medio milenio hollaron estos
desiertos en busca del hombre nuevo, de la “pureza adánica” de una humanidad
que había sido olvidada.